Era 24 de diciembre en Jerusalén. Las calles estaban tranquilas y se respiraba un ambiente de paz. Los voluntarios nos preparábamos para ir a Belén después de cenar en Notre Dame con toda la comunidad. Belén queda a poco más de media hora y, durante el camino, íbamos rezando, alegres, sin imaginar lo que viviríamos esa noche. Nuestro plan era asistir a la Misa de Navidad con el Patriarca de Jerusalén.
Al llegar, vimos mucho movimiento. Encontrar dónde estacionarse fue difícil, y al bajar notamos que los peregrinos ya entraban a la basílica de la natividad. Cuando llegamos al lugar de la misa, nos dimos cuenta de que no quedaban asientos. Fue entonces cuando, junto con otra voluntaria, sentí la inquietud por ir a la gruta antes de que comenzara la celebración. No sabíamos si estaría abierta, pero aun así lo intentamos.
Preguntamos a varias personas y nos dijeron que sí se podía entrar. Llegar no fue sencillo porque las puertas habituales estaban cerradas, pero finalmente logramos pasar. Al entrar, nos llevamos una gran sorpresa: había espacio, silencio, un ambiente que parecía esperarnos. Nos sentamos justo frente a la gruta. En ese momento entendí que ese lugar estaba reservado para nosotras. Me costaba creerlo… estar ahí, en Navidad, frente al lugar donde nació Jesús.
Los peregrinos que estaban dentro rezaban, algunos cantaban para arrullar al Niño Dios. Había un clima de recogimiento que nos envolvía a todos. Mientras permanecíamos ahí, no podía evitar imaginar y contemplar, en el momento del nacimiento de Jesús, la noche fría, el murmullo de los animales, el silencio de la noche que anunciaba al Mesías. Un Dios tan pequeño que me invitaba simplemente a mirarlo, a acompañarlo. Durante el tiempo que estuvimos rezando, sentía a María muy cerca ofreciéndome a su Hijo para cargarlo, contemplarlo y alabarlo. Ese niño indefenso no pedía nada, solo mi presencia.
Pasamos varias horas en la gruta, rezando y cantando, mientras seguían llegando peregrinos hasta que ya no cabía nadie más. Aun así, dentro se mantenía esa paz que parecía no querer irse.
Hoy, cuando recuerdo esa noche, siento que aquella inspiración para bajar a la gruta fue una invitación del Niño Jesús: “Ven, quédate conmigo un rato”.Y eso hicimos. Velamos con Él, lo recibimos, lo alabamos.
Esta ha sido una de las experiencias más bonitas que he vivido como voluntaria durante mis dos años con Magdala. Y en esta Navidad, ese mismo niño que se hizo pequeño para estar conmigo me sigue esperando y me invita a seguirlo contemplando y, simplemente, a amarlo.
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