Hace tres años, en mi último día de voluntariado en Magdala, pregunté al Padre Juan cuál había sido el motivo que lo llevó a representar de esa manera a María Magdalena en la capilla del Duc in Altum. Desde el primer momento en que la vi, me había fascinado. Me lo explicó y me pidió un favor: que buscara la homilía del Papa Benedicto XVI que le sirvió de inspiración, en la que se habla de María Magdalena como figura de la nueva creación, como una nueva Eva. Tres años después, sigo buscándola. He encontrado mucha información, numerosos artículos, comentarios y homilías, pero no aquello que se me pidió. Sin embargo, yo, como María Magdalena yendo al sepulcro en busca del Señor, sigo en mi empeño por encontrarla.
La santa está representada como una mujer nueva tras la liberación de los siete demonios por parte de Jesús. Lleva un nuevo vestido rosa, el color de la alegría, símbolo de su nueva vida, mientras que en el interior se vislumbra su antiguo vestido raído de color marrón, reflejo de su vida anterior. Detrás de ella aparecen seis horribles demonios; tan sólo uno, en forma de serpiente, sigue aferrado a su brazo. Jesús, con su dedo autoritario, acabará por destruirlo. En su rostro, luminoso y sereno, se refleja la transformación.
El encuentro con su Rabbuní, su Maestro, quien la llama por su nombre —¡María!— es lo que la libera por completo, ayudándola a terminar de sanar y restaurar su dignidad. Comienza a creer en sí misma y su vida adquiere un nuevo sentido. Se siente verdaderamente amada y libre para amar y para anunciar que ha visto al Señor. Se convierte así en una mujer nueva, para quien, como dice san Pablo, “lo viejo ha pasado, todo es nuevo”, porque “el que está en Cristo es una nueva creación” (2 Cor 5, 17). María Magdalena queda así unida a la figura de Cristo, a la figura de la nueva creación, de la nueva alianza, y por tanto, puede ser identificada con la figura de una Nueva Eva. Así la define, por primera vez, Hipólito de Roma. Más tarde, también lo harán Gregorio de Nisa, Ambrosio y Agustín. Pues, así como por una mujer, Eva, se difundió la muerte allí donde había vida, por otra mujer, María Magdalena, se anunció la vida en un lugar de muerte. Por una mujer, Eva, quedó dañada la imagen del sexo femenino; por la otra, María Magdalena, quedó restaurada para siempre.
Desde los inicios de la Iglesia, María Magdalena ha sido, y sigue siendo, una figura atractiva e inspiradora para muchos autores cristianos, santos y no santos, convirtiéndose en un modelo de sanación, conversión y amor incondicional a Cristo. Incluso para el Papa Francisco, q.e.p.d., quien en 2016 recordó su título de “Apóstola de los Apóstoles” (ya conocido en la Iglesia) y elevó su memoria litúrgica al rango de festividad, poniéndola al nivel de los apóstoles. Así se resalta aún más su importancia como primera testigo de Jesús Resucitado y primera evangelizadora de la resurrección del Señor. Por ello, en Magdala, ciudad natal de María Magdalena, se celebra su fiesta no sólo el 22 de julio, sino también el primer sábado de la Octava de Pascua.
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