Las raíces judías de Pentecostés

Mayo 22, 2024
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P. Fernando Morales L.C.
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Las raíces judías de Pentecostés

En estos días previos a la fiesta de Pentecostés pidamos el don del Espíritu de Cristo, para poder tener en nosotros sus mismos sentimientos, su misma entrega, su mismo amor.

Para comprender nuestra fe cristiana necesitamos conocer nuestras raíces judías, pues el Antiguo Testamento es el lenguaje con el que está escrito el Nuevo.  

En cuanto al misterio de Pentecostés, se trata también de una fiesta de origen judío. La palabra Pentecostés es griega y significa “quincuagésimo”, que es el nombre que daban los judíos de la diáspora a la fiesta hebrea del Shavuot, palabra hebrea que significa “semanas”, o “la fiesta de las siete semanas”.  

Todos los pueblos de medio oriente tenían una fiesta agrícola para el tiempo de las cosechas, e Israel la fijó pasados cincuenta días o siete semanas (49 días) después de la Pascua.

La Pascua, terminado el invierno, al iniciar la primavera marca el momento en que la vida resurge, y recuerda a Israel su resurgimiento después de la esclavitud de Egipto, su liberación. Es la primera de las tres grandes fiestas del año. Cincuenta días después, el momento de la cosecha del trigo, es la ocasión en que los hebreos conmemoran la entrega de la Torah en el Monte Sinaí. Y será ésta la segunda gran fiesta del año, Shavuot o Pentecostés, que es la que hoy nos ocupa. La tercera se llama Sukkot y recuerda el paso por el desierto.

Cuando Moisés recibió la Ley “todo el Sinaí humeaba, pues había descendido el Señor en medio del fuego, y subía el humo, como el humo de un horno, y todo el pueblo temblaba. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte.” (Éxodo 19,18-19)

La Ley (Torah en hebreo) es el conjunto de normas que constituyen el judaísmo y que se encuentran el los primeros cinco libros de la Biblia (el Pentateuco). La tradición judía identifica 613 normas que abarcan desde la oración hasta lo más ordinario como la comida, el vestido, el peinado, el aseo, el trabajo y el descanso, pero que la tradición cristiana ha visto sintetizada de manera esencial en los diez mandamientos del Sinaí (Éxodo 20).

Esta Ley detallada y exhaustiva constituye el mayor orgullo del pueblo judío y su sello de identidad. Es la sabiduría misma de Dios participada a su Pueblo, para convertirlo en un Pueblo santo, de su propiedad, sabio y elegido. “Si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos” (Éxodo 19, 5). Es esto lo que se festeja en Shavuot, la bondad de Dios que ha querido regalar esta Ley especial y exclusiva a su Pueblo.

Es así como llegamos a Jerusalén, cuarenta días después de la resurrección de Jesús. El Evangelio según san Lucas sitúa en ese día la Ascensión de Jesús al cielo, quien antes de partir ordenó a sus discípulos esperar en Jerusalén a que Él enviara su promesa. ¿De qué promesa hablaba? La que había hecho en la Última Cena: “os enviaré de parte del Padre el Espíritu de verdad, que procede del Padre” (Jn 15,26).

Pero esa misma promesa se había hecho desde los profetas:  

“Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra.” (Ezequiel 36,26-27)

“Derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros ancianos tendrán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones.” (Joel 2,28)

Esa misma promesa estaba por cumplirse en Jerusalén. Los discípulos, obedientes a la indicación de Jesús, permanecieron en el Cenáculo durante nueve días orando, en unión con algunas mujeres entre las que estaba la Santísima Virgen María (Hechos 1, 14). Sería la primera novena de Pentecostés de la historia.

Es así como pasadas las siete semanas desde la Pascua, llegado el día quincuagésimo (Pentecostés), “estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo, como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse.” (Hechos 2, 1-4).

Al igual que en el Sinaí, donde hubo estruendo de trompetas, en el Monte Sión (Jerusalén) hubo también un ruido de viento impetuoso. Y así como Dios descendió en medio de fuego ante Moisés, en el Cenáculo aparecieron lenguas de fuego que se repartieron sobre cada uno de ellos. El fuego, que es la señal de la presencia de Dios ya no marcaba una montaña o un templo, sino a cada una de las personas, templos vivos de la presencia del Espíritu.

Son muchas las similitudes entre el evento del Sinaí y el evento del Monte Sión, mil trescientos años después, pero la diferencia es que los discípulos comenzaron a hablar en distintas lenguas. Esta Ley que Dios otorgaba ahora, ya no estaría sólo en hebreo, sino que la Torah sería donada a todos los pueblos del mundo. El don de la ley de Dios sería ahora universal.

Y esta ley estaría escrita “no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones carne” (2 Cor 3, 3). Es decir, no sería una ley de letras, de obligaciones exteriores, de preceptos y prescripciones, sino una ley que debe brotar del interior, una ley del espíritu, que nace del amor y que supera cualquier cumplimiento externo. No sólo una ley de mínimos (no matar, no robar), sino una ley de máximos (da la vida por tu enemigo, sé generoso con el necesitado). Una ley que se resume toda entera en el mandamiento del amor; del verdadero amor.

Así como la creación no ocurrió sólo al inicio del mundo sino que ocurre en cada instante, también la infusión del Espíritu de Cristo que engendra la Iglesia es algo cotidiano, sin lo cual dejaríamos de existir como Pueblo de Dios. Este acontecimiento del don del Espíritu es no sólo algo ocurrido hace dos mil años en Jerusalén, sino algo que sigue ocurriendo cada día en la Iglesia, en las comunidades, en los hogares y en cada uno de los cristianos.

En estos días previos a la fiesta de Pentecostés pidamos el don del Espíritu de Cristo, para poder tener en nosotros sus mismos sentimientos, su misma entrega, su mismo amor.

Canción de Pentecostés P. Fernando: https://youtu.be/qVjmv9m_EFQ
El Evangelio desde Sion, Pentecostés: https://www.youtube.com/watch?v=LY6bFiUVEpk

El padre Fernando Morales, LC, Vice Chargé de la Santa Sede para el Centro Notre Dame de Jerusalén, publica cada semana una reflexión de la liturgia dominical desde los lugares originales de Tierra Santa en la serie “El Evangelio desde Sión” en YouTube. También produce y publica música inspirada en la liturgia dominical de cada semana.