por Raquel Hernández
Al terminar mis estudios universitarios decidí prepar mis maletas para venir a Israel sin saber qué esperar, y, para ser honesta, sin saber qué era lo que mi corazón venía buscando.
Mi experiencia como voluntaria tuvo altas y bajas, como es normal en cualquier cambio de rutina, sobre todo, tratándose de estar al otro lado del mundo, lejos de casa y de la familia, con una cultura y ambiente diferentes a los acostumbrados. Poco a poco, diferentes experiencias fueron llenando mi corazón: ver Jerusalén y Galilea, y conocer todos sus lugares santos; construir amistades que, estoy segura, prevalecerán a pesar del tiempo y la distancia; e incluso una sonrisa o un “¡qué admirable que estés aquí de voluntaria, debe ser una bendición!” de algún peregrino que me encontraba en Magdala. Y sí que lo era, es decir, el solo hecho de estar viviendo en Tierra Santa y tan cerca del Mar de Galilea, es por sí solo una bendición.
Pero incluso, en medio de tanta dicha, los cambios repentinos y la incertidumbre asustan, y en marzo, al empezar la pandemia, puedo asegurar que experimenté un temor y una preocupación como nunca. El Salvador había cerrado sus fronteras un par de semanas antes de que iniciara la cuarentena en Israel, por lo que, en medio de todos los voluntarios tratando de buscar vuelos o decidiendo si quedarse o regresar, fui la única que no tuvo ni la más mínima opción de volver a casa. En menos de una semana dije adiós al menos 10 veces, dejé la casa de los voluntarios y, junto a tres voluntarios más que decidieron quedarse, nos instalamos en Magdala. Primer gran: “Dios, ¿por qué esto a mí?”. Él sabía por qué.
Esta nueva vida, para nada prevista, también traía altas y bajas, pero es que Él sabía por qué debía quedarme: porque quiso que hiciera aún más amigos, a los que considero ahora familia; porque quería que sacerdotes y consagradas se acercaran a nosotros y fueran una guía hacia Él; porque, a pesar de que anhelaba vivir la Semana Santa en Jerusalén, Dios me dio la mejor semana de mi vida, permitiéndome encontrarlo en el silencio y la tranquilidad del mar, sin ajetreos ni corridas, sólo Él y yo. Fue en este tiempo de cuarentena en el que, en mis momentos libres (también trabajamos para mantener la casa de huéspedes y el sitio arqueológico en pie) me alejaba un poco y me dejaba asombrar por la creación de Dios, admirando cada detalle, desde un amanecer hasta una hoja caída, que para mi sorpresa encontraba hermosa. Me dediqué también a dibujar, pintar y cantar. Estaba encontrándome a mí misma, dejándome llevar por una inmensa alegría y una paz que solo Dios sería capaz de transmitirme a través de la belleza de todo lo que ha creado por amor a nosotros.
Un poco después de terminada la cuarentena, sentí nostalgia, quería volver a esos días en los que tanta paz había sentido y volví a cuestionarle a Dios qué era lo que quería y esperaba de mí aquí. Un vuelo humanitario a El Salvador movió mi mundo de nuevo. No sabía si debía tomar mi, posiblemente, única esperanza de volver a casa en muchos meses y, a pesar de sentir la presión de perder una oportunidad así, me quedé, sin saber por qué. Él sí que sabía.
Le siguieron a esto una cantidad increíble de vuelos cancelados, despedirme de mi familia de cuarentena y mucha más incertidumbre, lo que me hizo cuestionarme si debí haber tomado aquel vuelo, y pensé: no valía la pena quedarme a ver cómo todos se iban y cómo se vuelve más difícil el volver a casa. Pero después de varios intentos, a finales de septiembre, al fin tenía agendado un vuelo para octubre, y mientras el día llegaba, la peregrinación virtual tomó protagonismo.
No sabía cuál era mi papel en todo esto, pero sí sabía que quería participar, movida por el deseo de aprovechar al máximo mis últimos días y conocer más lugares antes de irme, así que, desde mi trinchera, empecé a ayudar; cuando de repente, y para ser honesta, sin pedirlo, empecé a tener más responsabilidad en el proyecto y entré en pánico. Nunca había estado a cargo de filmar ni tampoco soy una experta en edición, pero igual lo hice. Fueron días pesados, llenos de trabajo y un poco de estrés, pero que valían la pena. Al leer algunos comentarios de la gente, recuerdo haber llorado más de una vez y pensar: soy instrumento de Dios, y voy a mejorar y tratar de dar todo de mi a partir de hoy, así tuviera que sacrificar un poco el vivir la peregrinación de la misma manera en que la vivían al otro lado de la pantalla, pero ¿qué es el servicio si no eso? Ofrecer el trabajo para el bien de otros sin esperar nada a cambio, y cuando es para acercarnos más a Dios, para mí es un honor servir.
A mediados de octubre se me nubla el mundo de nuevo: vuelo cancelado, pero podía tomar uno 100% asegurado en tres días o, el más cercano que me podían ofrecer, el 12 de noviembre. La decisión era mía. De nuevo más incertidumbre y miedo, porque cuando se trata de oportunidades únicas, siempre se siente la presión de tomarlas. Pero me quedé: me quedé para ir a misa al menos tres veces al Santo Sepulcro, para orar a solas dentro del huerto de Getsemaní, para escuchar en primera fila al padre Juan en todas sus misas, para ir a lugares que no conocía, para reír, disfrutar, descubrir, crecer y acercarme todavía más a Dios y servirle a través de mi trabajo. Ahora, a unos cuantos días de mi vuelo, que por perfecto designio de Dios ya no fue cancelado ni modificado, como diciéndome: ahora sí estás lista para volver; me doy cuenta de cómo nunca fueron mis planes, sino los que Él quería para mí, porque sabía que me haría más fuerte, que nos acercaría más, que crecería espiritualmente y como persona.
Mi lugar favorito en Israel es Getsemaní, y nunca había entendido por qué. Ahora comprendo que Dios me estaba enseñando a vivir mi propio Getsemaní: me enseñó a guiar mi vida conforme a su voluntad, a no temer a lo desconocido o a las pruebas que la vida me puso y de seguro me pondrá en frente, que no es como yo, egoístamente, quiero, sino que Él sabe los porqués, y a saber y reconocer que Él no me abandona, está ahí sea cual sea la prueba, me escucha, consuela y sostiene.
No sé qué sea lo siguiente o qué me espera al volver, pero en tanto sea Dios quien guíe mis pasos, no hay por qué temer.